Siento que estamos perdiendo la faz más humana de las relaciones personales.
Cuando era pequeño –nací en el 95-, si quería quedar con mis amigos, les llamaba por teléfono fijo para concertar una hora y un lugar de reunión. Con esta llamada era suficiente. Tampoco nos llamábamos siempre. Normalmente quedábamos de un día para otro. Si la línea estaba ocupada, íbamos a buscar a ese amigo. El caso es que nuestra comunicación a través de la tecnología se limitaba a una breve llamada de teléfono. No nos contábamos nada más. Un lugar y una hora sobraban para sellar nuestra relación. Si acaso, “tráete un balón” era la guinda de la conversación. Reservábamos nuestras energías e inquietudes para el vis a vis. El gris de volver a casa solo se coloreaba con la promesa de repetir al día siguiente.
Cuando crecí un poco, aparecieron Messenger y Tuenti. Fue una revolución. Dirán que Facebook también. Bueno, yo no usaba Facebook. Me parecía algo muy adulto... Con una conexión a internet y un ordenador de sobremesa, podíamos escribirnos lo que quisiésemos, además de mandarnos emoticonos. Como no nos cobraban por palabra, empezó la decadencia. Sí, usábamos Messenger y Tuenti para quedar, pero también lo usábamos para sustituir las conversaciones presenciales. La tecnología nos quitó las heridas en las rodillas, las zapatillas encharcadas por la lluvia y el barro de los pantalones. Un dios bondadoso nos libró de los resfriados en invierno y del sudor en verano ¿Para qué? Si tras la pantalla la relación se volvía plana. No había, ni hay hoy día, pastillas contra los dobles sentidos. Con qué intención escribía uno… Y con qué intención entendía el otro… Sigue pasando. Por fortuna, el ordenador era pesado, y teníamos que compartirlo con toda la familia.
Con los primeros móviles no hubo mucha diferencia. Era más un símbolo de prestigio que un cambio significativo. Nos aportó cierta privacidad. Nuestros padres nos compraron el primero para que estuviésemos localizables y emergencias. A parte de llamar, también mandábamos SMS con los límites que estos mensajes imponían. Teníamos un ojo puesto en la pantalla y otro sobre la factura.
Ahora tenemos teléfonos Smart: el híbrido perfecto entre ordenador y teléfono. Tiene wifi, datos, google, y aplicaciones infinitas entre las que se encuentra WhatsApp. Le falta un abrebotellas para ser la navaja suiza de las nuevas tecnologías. Podemos usarlo con una mano y tenerlo siempre con nosotros operativo en cualquier parte del mundo. Es como una prótesis de conectividad. “Póngame una tarifa plana intravenosa”, dirá alguien un día de estos. WhatsApp nos permite enviar fotografías, vídeos, audios, llamadas, estados, iconos, mensajes de texto, etc de forma inmediata. Es genial porque además es gratis. Aunque lo usamos constantemente, ¿somos conscientes de lo que nos quita? Me permito llamarlo ‘coste de oportunidad del canal’. Pondré un ejemplo que ilustre este concepto. Imagine que conoce a una persona que no ve a menudo, pero que puede acceder a ella en no más de tres cuartos de hora. Sus obligaciones personales les llevan a escribirse por WhatsApp y conocerse a través de la aplicación. No imaginan lo que han perdido. No escucharon la voz. Desconocen cómo huele la otra persona. Tampoco saben sus gestos. Si viviésemos en una sociedad de cerebros aislados que se comunican con señales eléctricas, WhatsApp solucionaría todas nuestras necesidades comunicativas. Sin embargo, no es así. Por más que sigan escribiéndose y viéndose en fotos, solo conocerá lo que la otra persona determine, empaquete y envíe de ella. Aun de este modo, imagine que siente atracción por la otra persona. Pues bien, su encuentro en el mundo físico será, como mínimo, incómodo. Al menos hasta que hablen de verdad y se conozcan de verdad. El problema es que muchas personas utilizan WhatsApp hoy día como sustituto de las relaciones personales. Perdemos toda la intimidad que genera charlar con una persona. Vía WhatsApp podrá saber mucho sobre ella, pero jamás conocerá como mueve los pies al caminar, como se sienten las manos o el auténtico brillo de sus ojos. WhatsApp es más rápido. Un paseo es más completo.
No consintamos que las relaciones personales se reduzcan a las redes sociales.
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